Los mineros atrapados de Sago

Revolución #030, 15 de enero de 2006, posted at revcom.us

"¿Cómo es que después de todos los derrumbes de techos de los últimos meses, no semanas, sino MESES, SIGAN mandando a los mineros a la mina?"

John Bennett, hijo de un minero de Sago,
encarando al gobernador de West Virginia, Joe Manchin,
en el programa The Today Show, 4 de enero

Los mineros sabían que la mina Sago era peligrosa. Las familias de los mineros también lo sabían. Los inspectores les pusieron multas ridículas a los dueños y las violaciones de las reglas de seguridad se cuatriplicaron en 2005.

En los años 70 yo fui a trabajar en los yacimientos de carbón con toda una generación de revolucionarios que querían llevar el comunismo a la clase obrera. Ciertos días, cuando la roca se partía, cuando el agua goteaba o cuando el gas se acumulaba, uno ni siquiera quería pensar en regresar al día siguiente. No quería regresar a la mina. Pero tampoco quería dejar al resto del grupo a enfrentar el peligro solo. Había veces que uno se quedaba viendo cuando sacaban a uno de la mina en camilla, herido o muerto, a una ambulancia. Al reflexionar en eso, solo o en grupo, siempre estaban presentes las presiones de la clase obrera: las cuentas que hay que pagar, el hecho de que el peligro se acepta como parte de la vida cotidiana y el que a la gente trabajadora la tratan como si eso es todo lo que vale.

Los mineros de la mina Sago sabían del peligro, pero siguieron trabajando día tras día, porque a la mayoría no le quedaba otra.

El desastre ocurrió el 2 de enero.

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La mina Sago es por naturaleza gaseosa: el gas metano sale del carbón con un silbido y, si la ventilación no es buena, el gas se acumula y explota. Eso es lo que sucedió: el metano se concentró en un sector cerrado de la mina hasta que el aire estancado era tan explosivo como un tanque de gasolina.

Dos grupos de mineros estaban entrando en la mina cuando una chispa prendió la peligrosa acumulación de metano. Una bola de fuego despedazó las paredes de concreto e hizo estallar todo. Las llamas consumieron el oxígeno y la mina se llenó de humo, dióxido de carbón y el venenoso monóxido de carbón.

Los mineros que estaban cerca de la entrada lograron salir, pero el primer grupo, que ya estaba muy adentro, no pudo salir. El gas abrumó a Terry Helms, que había entrado a examinar una veta. Los 12 que quedaban retrocedieron hacia donde estaban los aparatos. Alrededor tenían tres paredes de carbón y cubrieron la cuarta con lona, como un cuartito, en el que se quedaron a esperar a los rescatistas.

Afuera, los familiares esperaban en una iglesia bautista. La prensa creó un frenesí de religiosidad. Tanto los politiqueros como los periodistas pintaron la tragedia como voluntad divina. El gobernador dijo que hacía falta un milagro; el presidente Bush ofreció "la bendición de Dios y las oraciones de los americanos", ante un grupo de partidarios de la Ley Patriota. Cuando le preguntaron al dueño de la compañía qué se podía hacer para ayudar, dijo: "rezar".

Cuando corrió la voz de que encontraron vivos a los 12, la prensa lo presentó como el perfecto fin de una parábola religiosa. En medio de las celebraciones de los familiares, el gobernador dijo: "Sí hay milagros". La prensa no se cansaba de repetir que "Dios ha contestado las oraciones".

Pero no era cierto. Cada minero lleva un tanque que le permite convertir el monóxido de carbón en aire para respirar. La unidad de urgencia contiene aire para aproximadamente una hora. Cuando se les agotó el aire, se fueron muriendo uno por uno. El único que sobrevivió fue Randy McCloy, el más joven.

En medio de las celebraciones de las familias, los dueños de la mina Sago, International Coal Group (ICG), se enteraron de que en realidad los 12 habían muerto. Con toda frialdad y crueldad no se lo dijeron a los familiares por tres horas, mientras preparaban el cuento que contar.

Cuando el presidente de ICG, Ben Hatfield, llegó a la iglesia para explicar el "malentendido", la ira de las familias fue explosiva. Una señora se lanzó contra Hatfield y la policía se la llevó a rastras. Los familiares estaban desilusionados porque rezar no sirvió y maldijeron a los dueños de la mina.

Es posible mantener la ventilación de las minas para impedir accidentes como este, y se pueden cerrar las minas que tienen demasiado gas para que nadie tenga que correr el peligro de morir innecesariamente. A los mineros les podrían dar tanques de oxígeno para sobrevivir al monóxido de carbón, y los equipos de rescate podrían estar más cerca.

El hecho de que uno de los mineros se aferraba a la vida 42 horas después de la explosión indica que si el rescate hubiera empezado antes probablemente los pudieron haber salvado. El equipo de rescate más cercano se encontraba a 100 kilómetros, pero no entró a la mina hasta 11 horas después de la explosión para iniciar la heroica hazaña de rescate.

Para liberar a la gente de semejantes peligros y tragedias no se requiere un milagro. De hecho, la promoción de la fe en vez de la razón es inútil cuando todos procuramos entender por qué suceden esas cosas.

El negocio de las minas

La vida y muerte de estos mineros jamás estuvo en manos de un dios inexistente. Los responsables del desastre son seres humanos. Fue un desastre que no tuvo que ocurrir y por eso es criminal. Por todo el planeta la gente trabajadora enfrenta semejantes peligros, especialmente en China, donde las muertes de mineros han sido especialmente frecuentes y espeluznantes desde que restauraron el capitalismo tras la muerte de Mao Tsetung.

Simplemente, en el mundo capitalista, las precauciones no son rentables.

En 1995 un estudio del gobierno federal determinó que el sistema de rescate es anticuado y carece de fondos. Pero no hicieron nada. De hecho, hubo recortes por la "desregulación".

Los dueños anteriores de la mina Sago se encontraban en bancarrota y no se preocuparon del deterioro de la mina. IPG (del billonario Wilbur Ross) compró la mina y empezó a exprimirle ganancias, como ha hecho con otras compañías en ruinas. Por ahora no se sabe precisamente cómo funcionaba la mina Sago, pero todo mundo sabe lo que hace un tipo como Ross. Sus despiadadas tácticas son la regla en la industria del carbón.

Quien ha trabajado en las minas sabe cómo que se hacen las cosas. Los capataces mienten sobre los detectores de escapes de gas. Según quien esté mirando, prenden o apagan los aparatos de seguridad. Los jueces y la policía hacen cumplir el poder de los dueños. La presión de que cierren minas obliga a los mineros a tomar más riesgos. Y así es todos los días.

Yo estuve en medio de una pequeña explosión; no fue tan fuerte como para quemar a una persona, pero las llamas nos lamieron a todos y nos dejaron pálidos y sordos. Logramos salir, aunque los jefes bajaron a callarnos para no tener que cerrar esa parte de la mina. A los que no nos callamos y dimos testimonio en una audiencia sobre lo que vimos, nos pusieron en la lista negra, no solo para despedirnos sino para darnos los oficios más peligrosos.

Las minas que rinden siguen abiertas, pero a las que cuestan mucho las cierran. Además, cada vez hay más minas, como Sago, que no tienen sindicato, y los mineros no tienen la más mínima protección ante las represalias de los dueños.

Así es como operan las minas y como sacan ganancias.

Para los que operan las minas, la muerte de los 12 mineros y la conmoción de la comunidad son parte del costo normal del negocio. Porque al día siguiente, en minas por toda la zona, a los mineros no les queda otra que regresar al trabajo, y porque la mina Sago se reabrirá y caras jóvenes se presentarán a reemplazar a los mineros fallecidos.

Hace un par de días, tras la muerte de 12 mineros y uno que está en coma, oí a Ben Hatfield parar fría y abruptamente una rueda de prensa y decir: "Bueno, tenemos que regresar a manejar nuestro negocio".

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