Revolución #52, 25 de junio de 2006


Un reto para el 4 de julio

“Los soldados americanos llegaron a la casa a las 7 de la mañana. Estábamos despiertos pero todavía teníamos la ropa de dormir… Oí explosiones cerca de la puerta. Los americanos entraron en el dormitorio donde rezaba mi papá y lo mataron a tiros. Fueron al dormitorio de mi abuelita y la mataron a ella también. Oí otra explosión. Tiraron una granada debajo de la cama de mi abuelito”.

Eman Walid Abdul-Hameed es una niña de nueve años que vive en Haditha, Irak, y le dio este testimonio a la cadena BBC , y le dio este testimonio a la cadena BBC acerca de la masacre de 24 personas por soldados yanquis en noviembre de 2005.

Pero Eman apenas es una parte del cuadro. Su padre y sus abuelos muertos también son apenas una parte del cuadro. Apenas una parte de la guerra que desata colosales bombardeos y ataques de artillería para “ablandar” pueblos; que abre puertas a patadas y mata dentro de las casas; que arrasó una ciudad entera (Faluya) por venganza; que tortura y mata con torturas en las cárceles. Mejor dicho, es apenas una parte de la actual “guerra contra el terror”.

Es apenas una parte de la historia de Estados Unidos con Irak.

En 1980, Washington apoyó y prolongó la guerra que Saddam Hussein lanzó contra Irán. En esa época, Estados Unidos quería castigar y contener al nuevo gobierno de Irán, pero no tenía la flexibilidad de hacerlo directamente (en gran parte porque estaba preparándose para una confrontación con la Unión Soviética, su rival imperialista). El libro de Larry Everest Oil, Power and Empire documenta el apoyo secreto a la invasión de Irak, seguido por casi una década de apoyo de múltiples formas a los dos lados. Por ejemplo, Hussein recibió de unas compañías estadounidenses siete cepas del virus mortal ántrax para usarlo como arma biológica y recibió millones de dólares de ayuda. Ese pacto se cerró con dos visitas del “delegado especial” Donald Rumsfeld (ahora secretario de Defensa) a Hussein. (Es el colmo de la hipocresía que ahora Estados Unidos haya organizado el juicio de Hussein por crímenes de guerra). Le daban información secreta a Irak cuando Irán iba ganando; y luego, cuando Irak sacaba ventaja, le mandaban armas a Irán por medio de Israel.

Henry Kissinger, que no era del gobierno en esa época, las cantó claras: “Queremos que los dos se maten entre sí”.

Su deseo se cumplió.

El saldo de soldados muertos de ambos lados fue de 367,000, más un millón de heridos. El saldo de civiles no se contó, aunque se calcula que el ejército iraquí mató a 60,000 curdos en los últimos meses de la guerra.

En 1990, Hussein invadió otro país: Kuwait. Pero la situación había cambiado. Ahora Estados Unidos no tenía que preocuparse por la Unión Soviética (que iba en picada) y no contemplaba a Kuwait, un país totalmente supeditado, del mismo modo que a Irán. Pero más que nada, no podía tolerar que un gobierno que fue de su establo invadiera a otro del mismo establo “sin permiso”. Ahora Irak iba a servir de ejemplo de lo que pasa cuando uno desafía al Padrino.

Una vez más, el saldo humano fue horrendo. Las tropas estadounidenses mataron por lo menos 100,000 soldados iraquíes; a la mayoría los mataron cuando se estaban retirando de Kuwait en desorden y mataron a unos a sangre fría después de desarmarlos y después del cese de hostilidades (como lo dio a conocer el periodista Seymour Hersh, conocido por dar a conocer la masacre de My Lai en Vietnam). Ni Estados Unidos ni Irak calcularon las bajas civiles, pero la organización Greenpeace calculó entre 5,000 y 15,000, contando las 408 personas que murieron en el refugio antiaéreo Amiriya de Bagdad.

Eso no fue lo peor. Durante la guerra, violando directamente los Convenios de Ginebra, Estados Unidos bombardeó la red de suministro de electricidad, las centrales eléctricas y las represas, y prácticamente destruyó los sistemas de agua y de tratamiento de aguas residuales. Después de la guerra impuso, por medio de la ONU, sanciones económicas que hicieron imposible remplazar o reparar esos sistemas. La tasa de muerte de menores de cinco años se disparó. En 1996 se calculó que morían 5,000 niños más al mes que en 1989, el año antes de la guerra.

En 1996, tras cinco años de sanciones, cuando se sabía lo que pasaba, especialmente la gente del gobierno, Madeleine Albright, la secretaria de Estado de Clinton, salió por el programa de TV 60 Minutes. Madeleine Albright es la clase de “demócrata liberal realista” en quien pone sus esperanzas mucha gente que aspira a algo mejor. La periodista Lesley Stahl le preguntó:

“Hemos oído que han muerto medio millón de niños [por las sanciones a Irak]. Eso es más de la gente que murió en Hiroshima. Y, bueno, ¿se justifica ese precio?”

Albright contestó: “Creo que es una decisión muy difícil, pero el precio, nos parece que se justifica ese precio”.

Piensen en quién pagó ese precio, en el medio millón de entierros, y en las atroces semanas y meses antes de los entierros. Si la cifra les parece intangible, miren la foto de Eman Walid Abdul-Hameed y multiplíquenla por medio millón.

Piensen en la mortandad, en la destrucción social que ha causado Estados Unidos en ese país en unas pocas décadas. Piensen que cuando le convenga hará juzgar a otros gobiernos por genocidio, mientras que en Irak ha cometido crímenes de la misma magnitud, y en algunos casos peor, que esos gobiernos.

Este número de Revolución estará en circulación el 4 de julio, una fecha en que mucha gente, inclusive gente progresista, se pone sentimental con lo de la “promesa de América”. Muchos admitirán, o inclusive criticarán, algunos de los crímenes y horrores que ha cometido este gobierno. Seguro criticarán la represión diaria de esta sociedad y la hipocresía de los políticos de todo pelaje. Pero muchos se aferrarán a la idea de que esos horrores son anomalías, que son una desviación de la esencia y los “ideales democráticos” de la nación.

Por eso vamos a plantear un reto. Denle una vuelta a un globo terráqueo. Escojan cualquier parte de Latinoamérica, África o Asia, y busquen un lugar donde no haya un récord similar (y en muchos casos peor) de violencia, muerte y horror causados por Estados Unidos. Del centro de Asia al sur de África; de Centroamérica y el Caribe a Indonesia; del Congo al sudeste asiático y Filipinas… y más.

O escojan cualquier década de la historia de Estados Unidos en los últimos 100 anos y busquen un lapso de tiempo, unos 10 años, en que Estados Unidos NO haya matado al por mayor o patrocinado económica y políticamente el asesinato en masa (por medio de títeres o de representantes), u ocupado e invadido una nación oprimida. No creemos que lo puedan encontrar.

Si es así, ¿de veras pueden decir que esta conducta repetida y recurrente NO es sistémica? ¿Pueden decirse que cada uno de estos cúmulos de horrores es una excepción, que una “sociedad fundamentalmente buena” se descarrió esa única vez? Cuando las atrocidades son tan repetidas, tan generalizadas y, francamente, tan incomparables en el mundo, ¿pueden decirse que NO es un problema de raíz, de fondo?

¿O más bien no hay que confrontar la realidad, de lleno, y ponerse a analizar el problema… y a buscar la solución?

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