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Revolución #70, 26 de noviembre de 2006

“Lo que vemos en contienda, con la jihad por un lado y McMundo/McCruzada por el otro, son sectores históricamente anticuados de la humanidad colonizada y oprimida contra sectores dominantes históricamente anticuados del sistema imperialista. Estos dos polos reaccionarios se oponen, pero al mismo tiempo se refuerzan mutuamente. Apoyar a uno u otro de esos polos anticuados, acabará fortaleciendo a los dos”.
Bob Avakian,
presidente del
Partido Comunista Revolucionario, EU

Lo que está en juego en Irak—para ellos… y para nosotros

Primera parte:
La encrucijada de Irak: Por qué Estados Unidos se lanzó a la guerra
Larry Everest

Tras las elecciones legislativas, el primer orden del día para la Casa Blanca, el Congreso y toda la estructura política es decidir qué hacer en Irak. En la cúpula se está cimentando el consenso de que la situación ha llegado a un “punto crítico”: de que se podría avecinar una gran derrota estratégica (o un desastre) de graves consecuencias para el poderío global estadounidense (y toda la trayectoria y funcionamiento de la sociedad); y que la postura de Bush de “aguantar hasta el final”, es decir, seguir por el mismo camino, tiene que cambiar.

No está del todo claro cómo cambiará (o no cambiará) la estrategia en Irak el gobierno de Bush ni qué mezcla de opciones escogerá. Para el gobierno, el problema es que este desastre está “entrelazado” con sus objetivos en Irak y toda la región, que sus propias acciones han creado nuevas contradicciones y que la situación amenaza con zafársele de las manos (y quizás ya lo ha hecho). El hecho de que la Casa Blanca esté considerando una “última gran ofensiva” con 20,000 soldados más (The Guardian, 16 de noviembre) subraya lo decisiva que es esta encrucijada.

Para entender este debate, las opciones que están debatiendo, por qué las consideran y cuáles podrían ser las consecuencias, es necesario empezar con el marco en que funcionan los estrategas imperialistas. ¿Por qué invadieron Irak? ¿Qué necesidad motivó la invasión y por qué decidieron que una guerra resolvería esa necesidad? ¿Cuáles han sido las consecuencias de la conquista y ocupación? ¿Qué está en juego en Irak y cuán profundas son las dificultades estratégicas? Y en vista de todo esto, ¿cuáles son sus opciones? En la primera parte se abordan las dos primeras preguntas.

La guerra de Irak: Ni casual ni caprichosa

Puede ser que la guerra de Irak resulte un error para los imperialistas, pero iniciarla no fue una decisión casual ni caprichosa. Estados Unidos es un imperio que obedece a las exigencias del capitalismo global (o imperialismo): un sistema de explotación de los mercados, recursos y mano de obra, y de dominación de grandes extensiones del globo, que lleva a fuertes rivalidades entre las grandes potencias.

La dominación del Medio Oriente ha sido un elemento crucial del funcionamiento y el poderío del imperialismo estadounidense desde la II Guerra Mundial. Es el nexo geopolítico que vincula Europa, Asia y África, y la fuente del 60% del petróleo y el gas natural del mundo. Controlar el petróleo no es solo necesario para el mercado nacional: el petróleo es la sangre vital de un imperio moderno y una fuente de enorme poder estratégico. Es un insumo clave de la economía, cuyo precio influencia el costo de la producción, las ganancias y las ventajas competitivas. Es un instrumento de las rivalidades imperiales: quien lo controla tiene palanca en la economía mundial y en los países que dependen de él. No es posible proyectar el poderío militar por todo el mundo sin una fuente abundante de petróleo.

En su autobiografía, Henry Kissinger (secretario de Estado durante la presidencia de Richard Nixon) escribió que el “petróleo barato y abundante” es la “premisa básica” de la prosperidad del Occidente en la posguerra. (Mis memorias, p. 720). Bush habló de eso hace poco en el programa del locutor radial derechista Rush Limbaugh, cuando advirtió que “me preocupa mucho que… Estados Unidos abandone el Medio Oriente” porque podría dejar “a los extremistas… la posibilidad de utilizar el petróleo como arma para chantajear al Occidente”. (10 de noviembre en el portal Raw Story)

La primacía engendra su Némesis

En la década pasada la situación global y regional cambió radicalmente. El derrumbe de la Unión Soviética en 1991 fue como un sismo geopolítico global. Durante décadas la URSS fue el principal rival imperialista de Estados Unidos y un gran obstáculo a sus ambiciones, especialmente en el Medio Oriente. Cuando se derrumbó, Estados Unidos quedó sin un reto serio a su hegemonía global (los estrategas neconservadores lo bautizaron un “momento unipolar”). Pero el fin de la guerra fría conllevó un montón de nuevos problemas: rápidos cambios en las tendencias globales políticas y económicas, más competencia económica y nuevos retos a la dominación de los países oprimidos. Por encima de todo, para la clase dominante de Estados Unidos estaba la necesidad de aprovechar el momento antes de que se desvaneciera la oportunidad, se fusionaran otros centros de poder, y se desbordaran las tensiones económicas, sociales y culturales internas.

En el Medio Oriente, la presencia de la Unión Soviética en el flanco norte ya no contenía las grandes ambiciones de Estados Unidos. Pero se le presentó otra serie de problemas, que avivaban un polo potencialmente desestabilizador de oposición a la hegemonía estadounidense: el fundamentalismo islámico.

Irónicamente, la guerra del golfo Pérsico de 1991 (una brutal afirmación del poderío estadounidense tras la invasión de Kuwait de Saddam Hussein) agravó esas tensiones. La guerra tuvo un alto precio económico: en los países del Golfo, la combinación del estancamiento de los ingresos petroleros, los 55 mil millones de dólares que contribuyeron para financiar la guerra y una explosión demográfica llevó a enormes déficits presupuestarios y una enorme baja del ingreso per cápita. Fouad Ajami, profesor derechista de la Universidad Johns Hopkins, escribió: “La primacía engendró su Némesis… la angustia… que se instaló en la región tras la rápida guerra de la Pax Americana. Toda la región quedó más pobre: el precio del petróleo cayó en picada y los estados petroleros pagaron un alto precio para financiar la guerra”. (Foreign Affairs, noviembre/diciembre de 2001)

A pesar de sus grandes riquezas petroleras, en 1999 el producto interno bruto de los 22 países de la Liga Árabe era menos que el de España. Los 280 millones habitantes del mundo árabe ganaban en promedio menos de una séptima parte de lo que ganaban los habitantes de los países industriales, y uno de cada cinco ganaba menos de 2 dólares al día. Unos 65 millones eran analfabetos, dos tercios de ellos mujeres. (Arab Human Development Report, 2002)

La guerra del Golfo engendró odio hacia Estados Unidos por toda la región, que creció a lo largo de la década cuando las sanciones impuestas a Irak por Estados Unidos e Inglaterra causaron la muerte de por lo menos 500,000 niños iraquíes. Además, la guerra envalentonó a Israel, que expandió sus asentamientos ilegales en Cisjordania y Gaza, y sometió a los palestinos a violencia y humillación constantes: se apoderó de más tierras, demolió más casas y llevó a cabo más arrestos y redadas.

En el 2002, el periodista y diplomático francés Eric Rouleau concluyó: “El deterioro de las relaciones árabes-israelíes es una amenaza a la estabilidad del estado saudita de una manera que no se esperaba en el Occidente, especialmente en Estados Unidos… los extranjeros han subestimado la indignación de la población saudita que ha prendido el sufrimiento del pueblo palestino, y el hecho de que la culpa de este sufrimiento se le echa menos a Israel que a su protector, Estados Unidos. Dadas las estrechas relaciones de Washington y Riad, esa indignación empieza a dirigirse hacia la monarquía saudita”. (Foreign Affairs, julio/agosto de 2002)

La indignación popular también creció contra otras tiranías apoyadas por Estados Unidos: Egipto, Jordania, Turquía y los estados del Golfo. El historiador William Cleveland concluyó que, tras la guerra del Golfo, “el descontento popular hacia las élites gobernantes se extendió por toda la región… Es difícil recordar una época antes de fines de la década pasada en que el descontento popular fuera tan amplio, en que tantos gobiernos autoritarios llevaran tantos años en el poder y se acercaran a su fin, y en que una sola potencia extranjera (Estados Unidos) ejerciera una dominación tan exclusiva y suscitara un resentimiento tan profundo”. (A History of the Modern Middle East, p. 525)

Simultáneamente, las fuerzas de oposición tradicionales de la región, los nacionalistas árabes y los partidos comunistas pro soviéticos (muchas veces aliados íntimos) se debilitaron, se derrumbaron o (en el caso de la OLP) capitularon al imperialismo. Ese vacío (tanto de las clases dominantes como de las masas) lo llenaron los fundamentalistas islámicos, que recibieron un fuerte ímpetu con la toma de poder de las fuerzas islámicas en la revolución iraní de 1979 y con la derrota de la URSS en Afganistán y el ascendiente del Talibán. (El Talibán y el gobierno islámico de Irán tenían conflictos entre sí, pero de conjunto fortalecieron el polo del fundamentalismo islámico). Esas tendencias son representantes reaccionarios del viejo orden, tanto feudales como burgueses. No se oponen fundamentalmente al capital imperialista, pero chocan de varias maneras con los intereses de Estados Unidos y los gobiernos de su establo.

Las profundas transformaciones que ha causado el capitalismo global han atizado el crecimiento del fundamentalismo islámico. Millones de campesinos están a la deriva, sin sus raíces tradicionales, empujados a los tugurios urbanos. No se han incorporado al proletariado o las clases medias urbanas. También hay mucha gente de capas sociales más altas que tiene educación pero no encuentra trabajo en su país. El fundamentalismo islámico se basa en las relaciones sociales tradicionales, especialmente la religión y la opresión de la mujer, así que tiene cierto atractivo tradicionalista para las masas de diversas capas que se sienten a la deriva.

El polo islámico cobró fuerza durante toda la década pasada y se le plantó al orden impuesto por Estados Unidos, directamente y a los estados de su establo, como Egipto y Arabia Saudita. En la clase dominante estadounidense surgió una corriente de opinión que exigió acción decisiva para reconfigurar las estructuras de dominación regional y, como parte de eso, aplastar a los fundamentalistas islámicos.

Una guerra por la transformación regional y el poder global

En los años 90, Estados Unidos intentó tumbar a Saddam Hussein por medio de golpes de estado y sanciones económicas, pero falló. La “credibilidad” de Estados Unidos (la percepción de su poderío) sufrió y, paralelamente, sus ataques contra el pueblo iraquí generaron mucha furia. Para complicar las cosas, el consenso de los imperialistas a favor de las sanciones empezó a titubear. Su colapso hubiera sido una grave derrota política, pues hubiera fortalecido a Hussein y le hubiera dado oportunidades a los rivales de Estados Unidos en la región (y contratos de petróleo).

Hussein no era islamita ni aliado de bin Laden u otros islamitas, pero al mantenerse en pie y no capitular contribuyó a una dinámica de indignación hacia Estados Unidos en la región, que alimentó a la oposición islamita.

El gobierno de Bush aprovechó los ataques del 11 de septiembre para iniciar una nueva estrategia global por medio de lo que llama la “guerra contra el terror”. Esa fue la oportunidad para hacer lo que se mencionó arriba: utilizar el poderío militar para reconfigurar a la fuerza la región y derrotar a los fundamentalistas islámicos, como parte del plan de crear un imperio indiscutible e indisputable.

Por varias razones relacionadas, pensaban que la derrota de Hussein sería un primer paso crucial. Para empezar, la clase dominante de Estados Unidos consideró necesario demostrar “resolución” tras los ataques del 11 de septiembre. Como dijo en ese momento Newt Gingrich, “bombardear unas cuantas cuevas en Afganistán no lo iba a lograr, pero la conquista de Irak sí serviría”. También pensó que un ataque serviría para frenar el crecimiento del fundamentalismo islámico. Antes de la guerra, Henry Kissinger, que aparentemente ahora es asesor de Bush, dijo: “El derrocamiento del gobierno de Irak… también podría tener consecuencias políticas benéficas: el populacho árabe podría sacar la conclusión de que las consecuencias negativas de la jihad superan cualquier posible ventaja”. Después de iniciar la guerra, James Schlesinger, ex director de la CIA, dijo: “El resultado alterará el mapa estratégico y psicológico del Medio Oriente… Se les dará menos peso a los sermones de Osama bin Laden de que Estados Unidos es débil, de que no está dispuesto a aceptar penurias y de que es fácil perjudicar su economía vulnerable”. ("Political Shock and Awe," Wall Street Journal, 17 de abril de 2003)

El gobierno de Bush calculó que la invasión de Irak debilitaría e intimidaría a sus vecinos, pondría fin a la lucha palestina y fortalecería a Israel. (Se informa que en la primavera del 2003, cuando Estados Unidos lograba sus primeras victorias, los líderes de Irán solicitaron negociaciones sobre el respaldo a Hezbolá, el reconocimiento de Israel y su programa nuclear, pero aparentemente Cheney los rechazó). La ocupación de Irak le daría a Estados Unidos control directo de la segunda reserva de petróleo del mundo y privaría de ella a sus rivales. Estacionar sus fuerzas armadas en el corazón del golfo Pérsico y Asia Central lo situaría en el flanco sur de Rusia y en el flanco occidental de China.

Además, suponía que la invasión iniciaría transformaciones por toda la región: le abriría las puertas de sociedades tradicionalmente cerradas a la globalización imperialista, desarrollaría la clase media y crearía ciertas instituciones de democracia burguesa. Todo eso satisfacería las necesidades del capital estadounidense y, a la vez, estabilizaría gobiernos títeres inestables y vulnerables (como Arabia Saudita, Egipto y Jordania) y debilitaría a los movimientos fundamentalistas islámicos.

Esas grandes ambiciones reforzaron la urgencia de reprimir la oposición islámica. Tales transformaciones pueden suscitar desestabilización (como en Irán, donde esfuerzos similares del sha contribuyeron a la revolución de 1979) y no se pueden llevar a cabo en medio de inestabilidad política y amplia oposición. Además, los cambios que Estados Unidos quiere efectuar los odian los islamitas.

Nicholas Lemann, del New Yorker, describió cómo los funcionarios del gobierno de Bush se imaginaban que la guerra de Irak iba a debilitar a las fuerzas fundamentalistas islámicas:

“Después del cambio de gobierno, Estados Unidos convencería a Irán de que cancelara su programa de armas nucleares y dejara de respaldar terroristas en otras partes del Medio Oriente, especialmente a Hezbolá. A Siria, que se encontraría rodeado de estados pro Estados Unidos, como Turquía, un Irak reconfigurado, Jordania e Israel, y ya no tendría que depender de Saddam para obtener petróleo, se le convencería de que cooperara con el plan de limpiar a Hamas, Jihad Islámica y Hezbolá. Si Siria se acercaba a Estados Unidos, también lo haría Líbano, su estado clientelista. Hezbolá (con sede en Líbano) quedaría sin apoyo. A la Autoridad Palestina, habiéndose quedado sin aliados en la región, no le quedaría más que renunciar de manera categórica al terrorismo. Arabia Saudita tendría menos influencia sobre Estados Unidos, pues ya no sería la única fuente importante de petróleo y base de operaciones militares en la región, y por fin se le podría persuadir de que dejara de ayudar económicamente a Hamas y Al Qaeda por medio de organizaciones de beneficencia islámicas”. ("After Iraq," 10 de febrero de 2003)

Irak debía ser el modelo de tales transformaciones y el trampolín para otras iniciativas militares y políticas. Irónicamente, eso no se debe a que en ese entonces Irak fuera un semillero de resistencia islámica. Todo lo contrario: era uno de los países de mayor nivel de educación y más laicos de toda la región. Eso, así como su considerable clase media y enormes reservas de petróleo, le hicieron pensar a Estados Unidos que era el mejor candidato para sus planes en la región. Zalmay Khalilzad, ahora embajador de Estados Unidos en Irak, dijo que la conquista del país era “un elemento clave para la estrategia de transformar la región entera”.

A los ojos de Estados Unidos, las fuerzas fundamentalistas islámicas habían dejado de ser aliados útiles, como fueron en la lucha contra el nacionalismo árabe y la Unión Soviética en las décadas de 1970 y 1980, y ahora eran uno de los principales obstáculos a sus metas y ambiciones.

Por eso, y no por temor a ataques contra Estados Unidos, es que oficiales como el general John Abizaid (comandante en jefe de las fuerzas armadas estadounidenses en el Medio Oriente) dicen que si no se detiene el ascenso de la militancia islámica, podría llevar a una tercera guerra mundial. (Reuters, 18 de noviembre)

Las grandes ambiciones suscitan enormes obstáculos

Los objetivos que motivaron la invasión de Irak se desprenden de las exigencias del capitalismo global de Estados Unidos, y de sus necesidades y oportunidades en el Medio Oriente tras el colapso de la Unión Soviética. Fue y es una guerra iniciada a fin de enfrentar agudas contradicciones para mantener y profundizar su dominación de la región. Lo que hace tan difíciles las alternativas que ahora tienen los imperialistas en Irak es que las actuales dificultades están entrelazadas con sus objetivos y surgen de ellos. La necesidad de lograr esos objetivos subraya lo difícil, por no decir imposible, que sería simplemente retirarse de Irak y por qué una derrota tendría repercusiones tan profundas.

Continuará: Un atolladero

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