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Revolución #113, 23 de diciembre de 2007

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Un cuento para las fiestas invernales Invierno... las montañas... en algún momento futuro

Rang miró cerro abajo, pero el sol ya estaba poniéndose. Sentía avecinarse una tormenta de diciembre. En la subida Sarny y Tok, los más chiquitos, se quedaron atrás y ya habían tardado media hora. Si no llegaban pronto, habría que pedir ayuda para buscarlos.

Rang tenía 14 años. El equipo ya tenía cuatro semanas trabajando en la región montañosa de los lagos en una obra de saneamiento de un lago que fue contaminado en el ese-entonces. También estaban preparándose para una serie de reuniones para “discuchar”, como se decía, sobre qué hacer con las ciudades: decentralizarlas más, o desarrollarlas como centros especiales de algún tipo distinto, o varias opciones en medio. Seguro que el debate sería acalorado. Esta iba a ser su primera experiencia y quería más que nada estudiar las cuestiones. Pero con igual determinación quiso hacer una caminata hoy, aun cuando se daba cuenta más o menos de que estaba oscureciéndose muy temprano. Por otra parte, pensó, si le quedaba tiempo después de estudiar, tal vez podría trabajar un poco en esa canción que estaba componiendo, porque definitivamente habría pachanga durante los días festivos invernales.

Justo entonces Sarney irrumpió por el sendero, mientras Tok la seguía despreocupadamente. Rang exhalaba. La niña escupía palabras como en torrente.

“¡Tok me echó una mentira! Tok me echó una mentira!” La niña de ocho años de edad estaba indignada. Sarney señaló con el dedo a Tok y dijo: “¡Mentiste! Y no se debe echar mentiras”.

Tok se encogió de hombros. Tenía una manera tranquila y un sentido de humor travieso para un mocoso que acababa de cumplir diez años. Respondió: “No fue mentira. Ser difícil de creer no hace que sea una mentira”.

“¡Es mentira!” –gritó Sarny—. “Lo que dijiste no puede ser verdad”.

“No me creas, pues. Pregúntales a ellos. Te van a decir lo mismo”. Tok dio un paso hacia la fogata y señaló al resto del equipo.

Sarny se volteó hacia los demás. “Tok me dijo que antes la gente asustaba a los niños, los asustaba desde muy chiquillos, y les hacía creer cosas que no son verdad. Dijo que antes les contaba a los niños que el día festivo de invierno era el cumpleaños de un tipo poderoso y cruel, que era realmente un dios, y que si no lo amaban y no le festejaban su cumpleaños, les prendería fuego y les haría burla y, y, y los tortugaría...”—

“Torturaría” — le corrigió Tok.

“Los torturaría pa’ siempre... y por eso, había que celebrar ese día. Eso no puede ser cierto, ¿verdad que no?”

Rang miró a Beta, que se empeñaba en armar las tiendas de campaña, y luego a Zeph, la única persona de edad del grupo. Zeph se inspeccionaba las uñas y escondía una sonrisita. Rang preguntó: “¿Bueno, y de qué más hablaron?”

“Tok dijo que antes decían a los niños que ese tipo podía hacer cualquier cosa y que sabía todo, y que podía ver hasta lo que tenías en mente y lo que ibas a hacer antes de que tú supieras. Que tenía un montón de reglas para la gente y nunca las explicó, y que si una persona las desobedeciera, pues no hablaban con ella sino que la mantendrían viva después de morir y la quemarían en un gran fuego, como un lago que todavía no se había saneado, que tenía todo lo cáustico y el veneno. Pero si seguían las reglas, entonces los mayores les regalarían juguetes y todo eso. Y que el día festivo del invierno antes se celebraba como el día en que nació ese hombre cruel”. Sarny estaba fuera de sí, pero Rang quería escucharlo todo, y dejó que desenvolviera la plática.

“Tok dijo que el tipo cruel ese le dijo a la gente —y eso decían a los niños el día festivo del invierno, pues los grandes lo creían también— que él iba a vivir para siempre, y que incluso si obedecían todas las reglas, los torturaría pa’ siempre a menos que lo amaran a él. Y no bastaba con decirlo, tenían que realmente amarlo”.

“Por encima de todo”, comentó Beta entre dientes.

“Y que luego cuando murió, porque lo sujetaron a una tabla con clavos, y su equipo fue diciéndole a la gente que murió por su culpa, y que él iba a regresar pero no quisieron decir cuándo —decían que podría ser en cualquier momento— y que si la gente no pasaba todo el tiempo pensando en lo mucho que lo amaba, pues la iba a tortugar, bueno pues, torturar cuando regresara y luego matarlas y después revivirlas para poder torturarlas aún más”.

Zeph sonreía abiertamente: “Parece muy duro”.

Rang le lanzó una mirada.

“Bueno, eso es lo que decían en el ese-entonces”, Tok dijo calmado.

Sarny volteó y casi se le aventó. “No decían eso. O si lo decían, ¡nadie les creía! Yo no les hubiera creído. Eso lo sé.”

Por un momento Rang quedó viendo la fogata, y luego habló despacito: “Sí, es cierto, Sarny. Así era en el ese-entonces. Inventaron esas historias y las relataban a la gente desde niño, y otras historias espantosas también. Esa fue básicamente la peor, por lo menos de las que he investigado”. El equipo sabía que Rang leía muchos mitos del ese-entonces. Le fascinaban las historias, y también trataba de imaginarse cómo pensaría la gente que las inventaba.

“Pero... pero... ¿existe un hombre como ese? ¿Que puede hacer todo eso? ¿Que sabe lo que estás pensando y puede torturarte?”

“Bueno, existía un hombre. Pero no podía hacer todo eso. ¿Tú lo sabes, verdad? Hemos hablado de que podemos escuchar a las personas y imaginarnos cómo piensan... pero en realidad no podemos saber lo que piensan antes de que lo sepan ellas mismas, ¿verdad? Es una de las razones porque tenemos que poner mucha atención al escuchar”. Sarny asintió con la cabeza, pero todavía con un poco de incertidumbre. Rang pensó por un minuto. “Bueno, ¿recuerdas el espectáculo que vimos el año pasado? ¿El hombre que se hacía que adivinaba lo que la gente estaba pensando y que podía hacer aparecer las cosas de la nada y luego desaparecerlas? ¿Y recuerdas que a fin de cuentas nos mostró cómo lo hizo?” La cara de Sarny se le iluminó al recordarlo. “Bueno, en el ese-entonces, hubo personas que hacían los trucos, pero no los explicaban, y los usaban para engañarle y confundirle a la gente”.

Yo no haría eso”.

“Yo sé que tú no. Pero acuérdate que en el ese-entonces unas personas todavía mantenían abajo a otras. Y los que estudiaban las cosas no querían compartir sus conocimientos”. Sarny se veía confundida de nuevo; habría que explicárselo más al rato.

“¿Pero eso de morir? ¿Realmente se puede revivir a los muertos?” Parece que Tok, el sabe-lo-todo, también tenía preguntas.

Beta, de donde estaba armando las tiendas de campanas, interpuso: “No creo, a menos que se trata de llevar a un desmayado a que lo revivan en el medi. ¿Acuérdanse cuando murió Kar? Zeph nos ayudó a examinar su cuerpo y entender por qué ya no le servía. Y platicamos de que un tiempo estaba con nosotros y ya no estaba, de todo él lo que había logrado y lo que habíamos hecho juntos, y de todo lo que recordaríamos de él. Pero que no podíamos mantenerlo vivo, ni quisiéramos hacerlo a fuerzas, por más que lo extrañábamos”. Sarny y Tok quedaron embelesados al acordarse de Kar, de cómo lo atendíamos entre todos, cómo sonrió al último, y cómo Zeph había explicado todo, con una paciencia poco usual.

“¿Les daba miedo morir, en el ese-entonces?”, preguntó Tok.

Rang asintió, pensativa. A pesar de tanto leer, no podía entender de pleno cómo se obsesionaban con la muerte en el ese-entonces, cómo se imaginaban que iban a seguir vivos después de morir, y por qué querían seguir vivos. La vida era tan dura en el ese-entonces, pero tenían miedo hasta de soltarla. Se daban la ilusión de que les esperaba algo mejor al otro lado de la muerte, y se asustaban tanto con que los torturarían para siempre si no obedecían al dios. Cuando Rang había leído el testimonio, le dio ganas de llorar.

Ahora trató de explicárselo a Sarny: “Yo creo que tenían miedo por lo triste de sus vidas. Imaginarse que había un tipo poderoso, que existía un dios, les daba siquiera una razón por tantas cosas sin sentido, que se les redimiría” – Sarny se veía perpleja – “este... se les emparejarían las cosas, se les cumpliría, al final. Como cuando trabajamos duro durante meses para sanear el lago, y al terminar vemos lo mucho que hemos logrado”.

“Sí, sí, pero ¿para qué asustar a los niños?”, preguntó Beta, con una voz tensa. “¿Por qué torturar? No da ningún sentido a nada”.

Blue había escuchado mientras preparaba la cena. Se había sumado al equipo hacía apenas seis semanas, al salir de otro equipo a unos días de camino, porque dijo que quería conocer a más personas y escuchar nuevos pensamientos. Blue podía caminar por los cerros todo el día, no hablaba mucho pero cantaba fuerte como un río que baja por la ladera. Y las comidas que hacía eran para chuparse los dedos. Después de servir los platos, habló: “Para mí que la gente inventaba las historias para dar sentido a su vida, pero estaban tratando de dar sentido a un mundo realmente loco. Un mundo donde unos pocos vivían de los muchos de abajo, y podían hacer sus vidas miserables. Bueno, en el ese-entonces si uno pensaba diferente, o hacía algo fuera de lo aceptado, pues lo podrían torturar de verdad, pero no lo haría un dios inventado sino otra gente”. Blue le miró hacia Rang.

Zeph interpuso ahora con más seriedad: “Para mí, asustar a la gente con esos cuentos beneficiaba a los que tenían el poder de torturar de verdad... yo digo”. Tok absorbía todo. Pero Sarny se veía más perpleja que nunca.

“¿De qué hablan? ¿Por qué la gente iba a hacer eso a otra gente? Nosotros no lo hacemos”. Le faltaba poquito para soltar el llanto.

“Es difícil de creer, Sarny. Pero así hacía la gente, en el ese-entonces. La gente tenía que luchar y luchar durante siglos para traernos hasta dónde hemos llegado donde todos trabajamos juntos y nos tratamos unos a otros como, bueno… como gente”, dijo Rang, con voz bajita.

“Y ellos, los que peleaban en el ese-entonces para nosotros, ¿ellos creían en el tipo torturador?”

“Bueno, a algunos se les hacía difícil dejar de creerlo, por lo menos en el principio. ¿Para mí? ¿Por lo que he leído? Me parece que les era una de las cadenas más difíciles de romper. Creer en lo imposible es como tener tapaojos, no les permitía buscar y captar la verdad, abrir los ojos plenamente a lo que tenía que hacer, a la naturaleza de lo que existía, y al hecho de que le tocaba al pueblo, pues no hubo a quién más, hacerlo todo y llevarlo hasta el fin”.

“Entonces, ¿cómo dejaban de creer?”“No estoy del todo segura. Lo sigo estudiando para captarlo bien bien. Era algo complicado. Unos que creían en el dios-torturador decían que él estaba de su lado, y eso les daba valor. Pero aunque era valor basado en mentiras” –los niños se veían perplejos de nuevo– “algunos de los que no creían decían que había que dejar que los demás siguieran creyendo la mentira porque así iban a pelear contra los que inventaban la mentira. Pero otros entendían que si la gente que luchaba contra su opresión seguía creyendo la mentira, tarde o temprano esa mentira le iba a hacer daño y le iba a ser un obstáculo. Porque si uno se aferra a una mentira por ser conocido o cómodo o porque le hace sentir mejor, entonces no va a entender la realidad como es, ni sabrá que se la podría entender. Y eso perjudicaría a todos, porque necesitaban que todos estuvieran bregando con lo que realmente es y lo que no es. Igual como nosotros necesitamos a todos”. Los dos niños movieron la cabeza que entendían. “Entonces los que sabían que no existía el dios-torturador y que no había ningún dios luchaban duro para convencer a los demás. Era una lucha feroz, por lo que he leído, los camaradas discutían sobre lo que era real y lo que no, después de debatirlo algunos ya no siguieron siendo camaradas durante un tiempo o para siempre”.

Beta habló de nuevo. “Pero la gente hizo las revoluciones, ¿verdad, Sarny? La gente empezó a darse cuenta de que no le hacían falta todas esas ilusiones. Con las revoluciones, y todo el discuchar sobre lo que es real y toda la cosa, por lo menos por lo que entiendo... bueno, nos trajo hasta donde estamos ahora”. Rang saboreó del platillo que Blue había preparado.

Sarny miró la fogata, y dirigió la mirada hasta las estrellas. “¿Pero siempre tendremos que discuchar?”

Rang sopeaba los últimos rastros de la sabrosa salsa del plato. Pensó en el estado del lago esa mañana, en lo duro que habían trabajado esas semanas, tanto física como mentalmente, y sintió de nuevo dónde la química cáustica le había quemado el pie. Pensó en el choque de ideas sobre qué hacer con las ciudades al cual ella le había dado vueltas durante todo el mes. También echó un vistazo a su guitarrónica en un rincón de la tienda de campaña. Aflojó las botas, se estiró el cuerpo y sacó el foco de mano. “Creo que sí, Sarny, creo que sí”.

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