Desde el albergue: Las pocas alternativas de la mujer

Obrero Revolucionario #1228, 8 de febrero, 2004, posted at rwor.org

El OR recibió esta carta de una lectora.

El calor sube del pavimento como de un horno, y el sudor me escurre por la frente. Me siento en el suelo y me recargo en los ásperos ladrillos del muro.

El calorón penetra todo. Sube de la banqueta asquerosa y se revuelve con el olor a sudor y a pobreza. Lo que más adoro en la vida, mi hijo Cody, está a mi lado.

Todo lo que poseo lo traigo en cuatro bolsas que con trabajos cargo, esparcidas a mi alrededor como pedazos de mi vida. No puedo dejarlas ni un segundo. Cuando voy al baño entiendo lo que es ser un refugiado.

Estoy tan enferma que a duras penas camino. Las coyunturas de los huesos se me hinchan y trato de no pensar en el dolor. El resuello se me viene rápido.

Mi hijo me dice que tiene sed y calor. Y hambre. No tengo respuesta. Me parecen muy altas las gradas para subir a echarle agua al bote. Me echo encima de una bolsa grande de mi ropa, y espero.

Cody pide permiso de subir a llenar el bote. Me da pánico la idea de perderlo de vista. ¿Se me perderá también en medio de esta pesadilla? ¿Y si eso ocurre, si algo le pasa a él, qué me quedará? Pero, quiéralo o no, uno de nosotros dos tiene que ir a buscar agua. Me quedo a cuidar las bolsas. En unos minutos, él regresa con el agua y unos dulces que le regalaron, y se sienta conmigo, encima de la mochila gastada.

De repente me doy cuenta de que a la vuelta de la esquina, en la sombra, la banqueta está apiñada de mujeres que también esperan el autobús para el albergue de mujeres. Levantamos las cosas y nos acercamos.

Al otro lado de la calle una patrulla está estacionada; el policía se queda sentado mirándonos. Dentro de poco llega otro. Una comenta: "Siempre están aquí". Me sobo la cara donde Frank me hizo un moretón con el enorme cenicero, y vuelvo a ver a ese chota panzón que nos lanza miradas de ira. ¿Él, cuántas veces le habrá pegado a la vieja? ¿Para después ir a la cantina y quejarse de "esa fondonga"?

Aunque parece mentira, grupos de turistas pasan por esta banqueta rumbo al museo. Siento como si fuéramos una exhibición del zoológico. Incluso oigo al guía decir a los turistas al pasar: "No les den nada". Hay cosas que lo hace sentir solo a uno aunque esté rodeado de gente. Hay gente que le hacen sentir vergüenza a uno aunque solo esté luchando para subsistir.

Cody empieza a jugar con uno de los niños. La mamá es una mulata de piel clara, delgada y bonita. Una venda le tapa la mitad de la cara. Quisiera preguntarle, pero no sé cómo. Ella es la que empieza a hablar. "Anteanoche era nuestro aniversario", cuenta. "Me tuvieron que poner 15 puntos. Kayla lo miró todo. Él me quebró una botella de cerveza en la cara, así no más, en la sala".

A lo mejor yo me veía horrorizada, y ella continúa: "Si no fuera por mi Kayla, yo ya me hubiera aventado de un puente. Tantas veces que dijo que iba a cambiar, para que pase esto".

Lo que ella cuenta es mi historia también, solo los detalles son distintos. Lo único que puedo decirle es: "Yo te entiendo. Qué bueno que ya te saliste".

Te saca de onda esta realidad tan dura: que ayer tenías un hogar y hoy estás sentada en esta banqueta. Tener una recámara, una mesa de comer, una tele para los juegos de video de Cody, tener con quién conseguir un carro para ir al mandado, tener vecinos, teléfono. para encontrarte, de improviso, sentada aquí con las cuatro bolsas.

¿Cuáles son tus alternativas? ¿Y cuál es el precio de cada una? ¿Cuántas cachetadas, cuántos golpes, hasta que no aguantas más la vida así? ¿Y quién dijo que ESTE momento, de estar sentada desamparada en la banqueta, es algo aguantable?

"Todo va a salir bien" son palabras que no me han tranquilizado, pero son las que usa Cody ahora para consolarme. A un exesposo desobligado cabrón le gustaba repetir que "Dios vestía los lirios del campo". Pero sencillamente no creo que un dios nos esté cuidando. Vamos a tener que luchar nosotros mismos para que "todo nos salga bien". Y ahora, aquí en la calle, solitos con Cody, me parece una soledad muy dura.

De sopetón, a la mujer de al lado se le brotan las palabras como si se desbordara un río. Nerviosa, trata de tapar sus piernas pálidas con una faldita azul. Sin duda, está enferma: se le miran los huesos, se le crispan los nervios, se rasca, tiene llagas por toda la piel.

Soltó los últimos días de su vida allí, en la calle, ante todas, para que los recibiéramos y la entendiéramos. "¡A mí me tocó uno de esos! Déjenme decirles, ¡me han tocado mucho más que uno de esos! Mi primer viejo era un pinche adicto, pero yo también soy. El dinero siempre desaparecía. Un día llegué a casa y no estaba la tele. Cuando veo que él regresa a casa cargándola; era tan menso que ni siquiera podía vender una tele en la calle para conseguir su droga. Y se me enoja no más porque le dije lo ridículo que se veía. No me aguantaba la risa, pues, era un momento de esos. Bueno, tú crees, me la aventó, y ¡allí se acabó! `Ora, el segundo viejo se me enojó porque lo encontré cogiendo a otra en mi cama y otra vez, se acabó. El último me pegó el SIDA. Pero, ay dios, lo que les pudiera contar de todo lo que me ha pasado entre el primero y el último. Que me obligó a coger con sus amigos por dinero, pero siempre me juraba que me quería. ¡Ahora, imagínense, yo, que siempre decía que ningún hombre me hacía pendeja! ¿Por qué piensan ellos que nos pueden hacer lo que se les dé la gana?"

Jala otra vez la faldita, se mueve incómoda y comenta: "Quizás es la manera del Señor de acercarme a él porque ahora él es lo único que me queda".

Cuando llega el autobús, nos dice que nos cuidemos. No nos acompañará al albergue esta noche.

Al ver a Cody subir las gradas del bus arrastrando las bolsas, me llega a la mente de golpe la imagen de una foto que me regalaron de un niño palestino sentado en los escombros de su casa.

Esa foto conservé mucho tiempo; el niño se me hacía algo parecido a Cody. Sentí algo en común. Pensaba: ¿Qué sentiría si ese niño fuera mío?

Nuestra columna de refugiadas sube al viejo autobús, el cual prende camino. Cody se recarga en mí, y le toco el pelo hasta que se entrega al sueño.

*****

Esta es una parte de esta sociedad que yo no conocía, y ahora la estoy viviendo. Ver lo muchas que somos me hace llorar.

Llegamos al albergue. Los niños suben las escaleras con sus propias bolsas agujereadas.

El acceso es todo un papeleo: tramitan nuestro miedo, nuestro dolor, nuestra sangre, como si fuéramos carne para empacar. Empiezan con las preguntas personales en pleno público como en una rueda de sospechosos: "¿Tienes custodia? ¿Que a poco no tienen familiares?".

Pasamos por toda la burocracia hasta quedar tirados en el suelo en un espacio grande como un garaje. Acostada un ratito encima de mis cosas con Cody, respiro con un poco de alivio. Estoy en las manos de ellos. Aunque es un lugar impersonal, hasta humillante, me siento por el momento segura.

Este albergue es la última parada de la vía del sistema; para muchas es la única esperanza para no ir a vivir bajo un puente. Aquí caen las que las corrieron de otros albergues por "locas" o trastornadas. Llegamos a esta situación por muchos caminos distintos. A muchas las "liberaron" la reforma del welfare y quedaron sin nada.

La mujer a un lado de mí anda con sus seis hijos. Tiene 27 años, menos que yo, pero aparenta muchos más. Tiene el pelo canoso, la cara arrugada, las manos ásperas de una mujer 10 años más grande.

Sus hijos juegan como si estuvieran en casa, y en cierta forma, lo están. Ya hace dos años que viven en la calle. Dice que la mayoría de los albergues no aceptan a mujeres con más de cuatro niños. Su hijo más chiquito nació desamparado.

Cuenta que consiguió un empleo y dejó el welfare.Salió de la vivienda pública. Pero entonces se enfermó, faltó al trabajo y no le alcanzó para la renta. Me dice: "Ya no soy una madre de welfare sino una madre sin techo y sin un quinto, que tiene que criar a sus hijos en medio de esta cochinada".

Tendemos el petate, comemos, dormimos. Nos paran temprano, y amanezco adolorida por lo de los últimos días.

La Señora Encargada entra, toda almidonada, y nos hace formar un círculo y agarrarnos de las manos. Dice una oración:

"Querido Señor, pedimos que le des la bendición a estas mujeres, que las ayudas a curarse y tomar decisiones correctas sobre la vida. Muchas se han extraviado de tu servicio, bendícelas y enséñales el camino hacia tu gloria, porque ya no tienen un esposo o un padre que se encargue de ellas; oremos porque el padre se encargue de ellas en este tiempo".

Así ella dictamina su veredicto, en forma de una oración a su dios.

¿Esta sería la solución: otro esposo? ¿Otro amor? ¿Ayuda divina? ¿Mejores decisiones? Alzo la mirada, renegada, hoy y todas las mañanas que nos repetirán esas palabras.

Pero veo las otras cabezas agachadas. Una mujer susurra: "¡Que nos bendiga el señor! ¡Que nos bendiga el señor!"

Aquí nos traen con rienda corta, para hacer más fácil su control y su trabajo, pero también para darnos a entender que somos unas sospechosas, que a lo mejor necesitamos disciplina, necesitamos que nos domestiquen.

Cada día que estoy aquí, rompo reglas que ni siquiera conozco. No hago bien el quehacer. No les parece la manera en que le hago taco al petate. Trapeo "mal".

"¿Tu mamá no te enseñó nada?", me regaña la Señora Encargada. Mi mamá me enseñó a recibir los golpes, pienso para mí. Me enseñó a echarme la culpa. ¿No es eso suficiente?

*****

Unos días después, nos mudamos otra vez, a otro albergue en un edificio que antes era escuela. A Cody y a mí nos tocó una cama litera en una línea de camas literas que llenan el gimnasio.

Un hermoso cobertor acolchado viejito, en muchos tonos de azul, cubre la cama litera cercana. Sonrío a la mujer que está allí, le comento lo bonito que es. "Yo me lo hice", dice, "de ropa vieja". Por un momento me cuenta de los muchos lugares donde la colcha la ha acompañado.

Bruscamente se le cambia la voz y las manos se le empiezan a temblar. "No te metas con mis cosas, ¿me oyes? ¡La otra güera que estaba aquí me robó! ¡No me vayas a chingar! No porque eres blanca te vas a salir con la tuya. ¡Este no es un parque de recreo!" Se aleja, todavía gritando.

*****

Dentro del albergue, todo se reglamenta: la hora de bañarnos, la hora de dormir. Se apagan las luces a las nueve.

Durante el día, tenemos permiso de salir. Pero de allí salen interrogantes que antes ni se me ocurrían. ¿Qué va a hacer uno durante siete horas, si no tiene dinero, ni casa para limpiar, ni empleo para presentarse, ni hombre con quién bregar?

Me siento alejada de todo. En cada punto busco algún espacio, unos momentos para pensar. Un poco de tranquilidad para elevar la mirada al nivel del mundo, para escribir.

Navego para quedarme en contacto con la revolución. Salgo a escondidas del albergue para tratar de continuar mi trabajo. Pero a veces no puedo más, estoy rendida, confundida, y no tengo energías para concentrarme.

El lugar retumba con los gritos constantes de niños. Para ellos, la vida sigue. Juegan, se tumban, hacen carreras. Las mamás nos descubrimos unas a otras. Nos turnamos para cuidar a los chiquillos. Una llega y dice: "Hoy me tocó escoger del closet de ropa usada. Encontré algo para Cody".

Aquí estamos, rodeadas de los escombros de nuestras vidas. Muchas están enfermas, muchas regresarán a la desesperación. Pero sea como sea, estamos aquí, juntas. Hacemos corajes, hacemos tristezas, pero también nos ayudamos y nos consolamos.

Me lo imagino: una decena de albergues en esta ciudad, cien ciudades en este país, todo un mundo más allá, lleno de mujeres maltratadas, desamparadas y desesperadas. Mujeres que tienen que escoger, igual que yo, entre alternativas que nadie en sus cabales escogería.

Oran por nosotras, nos echan la culpa, nos aíslan, nos tratan como delincuentes, todo eso para que nos den una cama, poquita comida y un momento de alivio.

¿Cómo terminará todo eso? Todas las dádivas o los pantalones usados del mundo no le quitarán a Cody lo que ha visto. Y nada que hay aquí protegerá a estas mujeres de los horrores por venir.

He buscado mis momentos para la política. Me he metido a la biblioteca a leer el OR en línea a escondidas. Pero significa mucho más para mí que la única manera de mantener la cordura, más que mi vínculo con una comunidad de personas; más que la vida y la cultura a las cuales quiero regresar. Significa lo que prometo hacer para estas hermanas aquí, es lo que tengo para ofrecerles a ellas y a toda la humanidad. Para mí y para ellas, es la esperanza de los desesperados.