Masacre en Afganistán: El convoy de la muerte

Obrero Revolucionario #1250, 22 de agosto, 2004, posted at http://rwor.org

A continuación publicamos la carta de un miembro del Colectivo de Escritores y Artistas Revolucionarios de Chicago.

La bombas estallaban por todos lados y las ráfagas de ametralladora ensordecían. Los presos corrían buscando protección en los pasillos del fuerte-prisión, a sabiendas de que muchos no iban a sobrevivir.

Muchos de ellos eran combatientes de Al Qaeda o del Talibán y ahora estaban en la prisión Qalai Janghi en el norte de Afganistán. A principios de diciembre (2001) se rebelaron por el maltrato; se informa que lo primero que hicieron fue matar al agente de la CIA encargado de interrogarlos.

Al perder control de la prisión, las tropas de la Alianza del Norte y las fuerzas especiales estadounidenses atacaron indiscriminada y salvajemente con artillería y bombardeos aéreos. Los presos lloraban al ver que sus compañeros caían acribillados o volaban en pedazos. Muchos corrieron hacia un búnker subterráneo, pero cientos estaban amarrados y no podían escapar; murieron sentados en medio del patio central con las manos atadas a la espalda. Los que podían correr brincaban sobre trozos de brazos, piernas, torsos y cabezas de los amarrados. Cuando las explosiones y ráfagas disminuyeron, oyeron los gritos enfurecidos de los gringos que daban órdenes en un idioma que casi nadie entendía.

Al final los sobrevivientes se entregaron, con la esperanza de que la masacre había terminado y, de hecho, cuando salieron del búnker con las manos en alto, les prometieron trasladarlos a otra prisión a cargo de la ONU. Pronto descubrieron que era mentira; lo peor estaba por venir.

A los sobrevivientes los acorralaron en las ruinas del enorme patio, rodeados de cadáveres, con cientos de torsos amputados que aún tenían las manos atadas a la espalda. Los separaron en grupos por nacionalidad y les taparon la cabeza con bolsas negras. Los soldados yanquis posaron a algunos presos temblorosos para sacarles fotos degradantes y repugnantes. Los encapuchados oían el ruido de docenas de camiones de transporte que se acercaban.

En un calor sofocante, los soldados encajaron a unos mil hombres --heridos o a punto de morir-- en los contenedores de los camiones, tan apiñados que no podían moverse. Sellaron herméticamente las puertas. Los camiones prendieron camino despacito; los presos, luchando por respirar, gritaban angustiados y rogaban que abrieran las puertas. Después de unos minutos, los camiones pararon y afuera se dio una orden. Todos esperaron sin saber qué iba a suceder. Los balazos rompieron el silencio del desierto: las balas penetraron los contenedores y acribillaron a los que estaban junto a las paredes. Afuera, los camioneros --vecinos a quienes obligaron a dar transporte-- observaron horrorizados la sangre que corría por los nuevos agujeros de bala y oyeron el griterío, ahora más angustiado. Adentro, los hombres de las orillas estaban muertos o heridos pero no había espacio para que se cayeran. El poquito de aire que ahora entraba por los nuevos "agujeros de ventilación" era muy poco alivio. Los motores volvieron a prender y los camiones arrancaron de nuevo.

No lo sabían, pero iban a otra prisión, la Sheberghan, a unas 75 millas de distancia. Al final de unas horas muy duras, los camiones se estacionaron fuera de la prisión. Los centenares de presos que iban en los contenedores estaban empapados de sangre, orina y vómito. Unos estaban muertos y otros, con heridas de bala, lanzaban gritos de dolor. Nadie sabía dónde estaban ni qué ocurría afuera. ¿Cuándo se abrirían las puertas para que salieran? Los minutos pasaron a paso de tortuga y se convirtieron en horas, mientras el ardiente sol del desierto cruzaba el cielo con infinita paciencia. No les dieron ni una gota de agua ni comida. Cuentan unos cuantos sobrevivientes que empezaron a lamerse el sudor ellos mismos y unos a otros. Algunos mordieron a los que estaban a su lado para tomar sangre, desesperados por la sed.

Permanecieron en los contenedores durante días. Se desmayaban de hambre y deshidratación. Muchos sufrieron una muerte muy lenta y tortuosa. Los vivos se encontraban rodeados de cadáveres y el excremento que cubría el suelo.

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"Nunca olvidaré la sensación por el resto de mi vida. El hedor era el más repugnante y fuerte que se pueda imaginar, una revoltura de excrementos, orina, sangre, vómito y carne podrida. Era un olor para hacerte olvidar todo lo que has olido en tu vida".

Testigo presencial, en el documental, Masacre afgana: Convoy de la muerte

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Cuando por fin abrieron las puertas, eran pocos los presos vivos o conscientes. Los camiones se dirigieron hacia un hoyo grande en el desierto en Dasht-e-Laile y ahí aventaron a los muertos, revueltos con los desmayados y heridos, en lo que sería una enorme fosa común secreta. A los que de milagro sobrevivieron, los balacearon o les quebraron el cuello y los echaron al montón. Luego los taparon con arena; los familiares nunca sabrán con seguridad qué les pasó a sus hijos, hermanos y padres. Las autoridades yanquis se encargaron de tapar las pruebas de lo repugnante y brutal que es la "liberación" yanqui.

Han ocurrido muchísimas atrocidades completamente indignantes en la guerra estadounidense que sigue azotando a Afganistán, pero esta masacre en diciembre de 2001 es especialmente alarmante y repulsiva.

Un "funcionario del gobierno estadounidense" citado en el New York Times del 24 de noviembre de 2001 afirmó respecto a los presos de Afganistán: "Se podría decir con seguridad que el Comando Central colabora en muchos aspectos, por ejemplo lo que se podría hacer si algunos presos salen". El alto mando militar estadounidense estaba muy al tanto del trato de los presos en Afganistán. A fines de noviembre de 2001, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, dijo: "Sería una gran desgracia si los extranjeros que están en Afganistán --los de Al Qaeda, los chechenos y otros que trabajaban con el Talibán-- si esa gente quedara libre y se le permitiera entrar a otro país y causar el mismo tipo de actos terroristas".

Rumsfeld lo dijo muy claro: no se podía permitir que esos "combatientes extranjeros" capturados en Afganistán "quedaran libres" de ninguna manera. Al mismo tiempo, en la cúpula del gobierno escribían memorandos que decían que los capturados eran "combatientes ilegales" en vez de "prisioneros de guerra", y por lo tanto se les podría negar la protección de las leyes internacionales conciernentes a la guerra. Así aprobaron de antemano el matrato y la matanza de prisioneros.

Es obvio que las fuerzas estadounidenses no tenía ninguna intención de dejar que los presos que se rindieron salieran con vida. Los soldados perpetraban este tipo de ataques en el campo de batalla no solo con la bendición de Rumsfeld y toda la administración de Bush, sino bajo su dirección. Ahora la arena vuela encima de los restos de los presos masacrados, y los imperialistas yanquis extienden las manos manchadas de sangre para agrandar más su imperio.

Todavía no se sabe precisamente cuántos presos murieron en esta masacre ni quiénes murieron dónde. Las autoridades estadounidenses lo han encubierto todo, con el apoyo de los medios de comunicación masivos. Según el cineasta Jamie Doran y otros, se desconoce el paradero de 3,000 hombres y se supone que fueron asesinados.

El documental premiado Masacre afgana: Convoy de la muerte, del cineasta irlandés Jamie Doran, proporcionó la información de este artículo. Está disponible en acftv.com para ver o pedir en línea.